lunes, 2 de agosto de 2010

Cuatro fantásticos activando sus poderes en Vallarta

Para unos viejos amigos que acabo de conocer

Julio César Ceniceros

Nunca creí que podría sentirme tan seguro, conociendo México, mi país, de la mano de un extranjero. Sentados dentro de la lúgubre, mal decorada y mal pintada cantina “de mala muerte”, el guatemalteco, del que nos costó tanto trabajo ‘grabarnos’ el nombre, me miró atento.
Hubo cierta molestia mientras defendíamos a nuestro viejo y recién conocido amigo Copérnico de las manos vivaces y un tanto abusivas de quienes ya no sabíamos si eran niñas, o niños disfrazados de niñas.

Para Estuardo, al que en un principio llamábamos simplemente ‘el guatemalteco’, no pasó desapercibida mi actitud; mezcla de miedo, nerviosismo e incomodidad.
Tratando de calmar la tensión me dijo: “Este es el México que yo quería conocer, el real, el de la gente común”.

Su “percepción”, lejos de tranquilizarme me ofendió un poco. “Pues yo más bien creería que esto es minoría… esto no es México… yo tengo toda mi vida en este país y nunca había estado en un lugar así”, le respondí con evidente desdén.Pero parecía que nada, aún mi actitud cortante, era capaz de borrarle la sonrisa del rostro. Mis argumentos se terminaron cuando me di cuenta que conocía más lugares de mi propio país que yo que nunca he ido a Tijuana, por ejemplo, ¡mucho menos de mochilazo!

Me platicó de los sitios que había visitado días atrás, de los lugares conocidos y del ambiente, como el que estábamos viviendo, que impera en nuestra vida nocturna mexicana y que yo, 31 años después estaba conociendo.

Supe entonces también de su reducido presupuesto diario para comida, hospedaje y diversión… vaya manera de hacer rendir el dinero… ¡mira que este huerco en serio se había divertido!
Yo pagaba casi mil pesos por mi primera habitación de hotel y él, con tan solo 200 pesos se quedaba en un hostal que me llevó a conocer y que, sin exageraciones, era mucho más cómodo y limpio que mi hotelucho.

A él le debo que mis 3 días de vacaciones se convirtieran en más de una semana dándome la gran vida. De los cuatro amigos que, casualmente habíamos coincidido en la misma tarde, en la misma playa, yo era el único que se había aprendido su nombre. Mi técnica de memorización consistió en relacionarlo con el ratoncito de la película “Stuart”. “Es como Eduardo, pero con ‘Stuart’”, me plantee.

Su siguiente destino era conocer Guadalajara y luego del D.F. Quise entonces que conociera mi ciudad, Morelia… sabía que nadie más apreciaría la belleza del lugar donde vivo que tanto me enorgullece. Pero no era posible, su itinerario estaba perfectamente marcado y no había manera de modificarlo.

Se convirtió en riguroso gastarnos las tardes y las noches en la playa juntos: Estuardo, Copérnico, Rafa y yo, hablando de 957 mil millones de cosas, desde los temas más superfluos, como la trágica historia del clan Trevi-Andrade, hasta cuestiones filosóficas con enfoques personales que cada uno tenía de la vida.

Un par de días fueron suficientes para conocerlos más de lo debido. ¿Quién diría que es más fácil abrirte y ser tú mismo ante desconocidos que ante tu propia gente?

Amores frustrados como los de Rafa; la tenacidad, optimismo e indiscutible buena voluntad y corazonzote de Estuardo; el relax y despreocupación envidiable de Copérnico y bueno… la compañía indeseable de cierto costarricense que también pretendió unirse al club, pero que no tuvo cabida (hahahahaha, aunque nos entretuvo un rato con sus relatos de películas Gore).

Todos, tirados en la arena, disfrutando del sol, viendo el atardecer, deleitándonos con las estrellas de la noche y embelezándonos con el amanecer. Filosofando, fantaseando, riendo como locos y compartiendo en torno a un mismo tabaco y una misma caguama (ah, y turnándonos un mismo iPod)… ¿hay algo mejor en esta vida?

¿Por qué congeniamos?, no lo se. Fue de esas sorpresas agradables e inesperadas que te da la vida. Raro, sobre todo tratándose de personalidades tan diferentes: yo exhibicionista, sin pudor de mostrar mi malogrado bronceado; Estuardo con camisa siempre, siempre, siempre… le daba vergüenza que le “vieran su cuerpo tan flaco”, según sus propias palabras; Copérnico siempre con el pelo lleno de arena y Rafa con heridas sangrantes por todo el cuerpo, producto de una riña que no nos tocó ver.

No hubo mucha comida, pero la suficiente voluntad para que Estuardo cocinara y compartiera una pasta y, al otro día, sándwiches de jamón (de aguacate para Estuardo… súper austeros) con Coca Cola ‘al tiempo’.

Tampoco había tanta lana para tanto alcohol (cabrones borrachos), así que Copérnico era el experto en salir de los OXXO con botellas de ‘Bones’ escondidas bajo la ropa sin que nadie se diera cuenta… ¡ni nosotros mismos!

La primera vez que me pasó, recuerdo que regresamos a la playa y yo, con tono de “les traigo una primicia”, pretendí contarles que Coper se había robado una botella del OXXO. Pero apenas iniciaba yo, con ojos abiertotes y sonrisa de travesura con: “¿Qué creen que hizo Copérnico…?, cuando Estuardo me interrumpió “Ya… es la quinta que se roba”, me dijo arruinando mi divertida noticia sorpresa.

Quién sabe si nos volveremos a ver, pero sabemos que nos tenemos (al menos en el ‘feis’).

Ahora, hay un testimonio, además de los incontables recuerdos: este texto, que sirve para revivir la memoria y también como tributo a esos viejos amigos que acabo de conocer, con el mar como perfecto escenario.

¡Salud por eso!

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